Hoy es San Juan y cuando miro hacia el mar, a la playa, veo
la noche herida por casi tantas luces en tierra como las que arden antiguas en
el cielo. El aire sopla con fuerza y trae el olor dulce y picante de la madera. Y también, porque así es el género humano, el olor acre, denso y pegajoso del caucho y el plástico que algún imbécil ha decidido ofrecer en sacrificio.
Aún en estos días,
esta sigue siendo una noche mágica. Sin meigas, aquelarres, cánticos o
luminarias de San Telmo, esta sigue siendo una noche donde todos nos volvemos, cada cual a
su manera, paganos que veneran a un Dios tan viejo como el corazón del sol más viejo. Tal
es la atracción del fuego, que hasta los más borrachos se acaban sentando frente a él y dejando que su vista se pierda en el burlón e imparable baile de chispas y
llamas.
Qué ven, eso es cosa de cada uno. Para algunos, el fuego
consume las penas que el alcohol no puede borrar. En otros aviva las alegrías de una noche que anuncia verano y libertad. Y seguramente para unos
pocos, más espirituales o más sobrios, el fuego señala el comienzo de algo, de una nueva etapa, tal vez.
Muchos también queman en esas hogueras el pasado, y se encargan de alimentarlas con apuntes de clase, libros o fotografías. Iconos de los demonios cotidianos que desean exorcizar de la memoria. Y según corra el alcohol o la nostalgia, incluso lágrimas y recuerdos acabarán también evaporándose en ellas...
Muchos también queman en esas hogueras el pasado, y se encargan de alimentarlas con apuntes de clase, libros o fotografías. Iconos de los demonios cotidianos que desean exorcizar de la memoria. Y según corra el alcohol o la nostalgia, incluso lágrimas y recuerdos acabarán también evaporándose en ellas...
Puede ser que en algún lugar, esta
noche, una parte de mi pasado esté igualmente quemándose en una pira que no he construido.
Lo que quede de él cuando llegue la mañana (si hay alguien lo bastante empeñado
en mantener la hoguera), lo dirá el tiempo. Quizás, como el humo,
se convierta en un aroma dulzón, que hace llorar los ojos cuando se
respira pero que no tarda en disiparse para siempre. O quizás se convierta en
brasas, en rescoldos que se mantienen, tozudos, esperando a que los reaviven o los pisotee un patán inconsciente para demostrar que puede, literalmente, caminar sobre ellos por amor.
E ironías de la vida,
aquello que hoy pueda quemarse, empezó un día sobre el papel, quemando
cartas en una playa.