jueves, 27 de mayo de 2010

Por una canción: Al respirar - Vetusta Morla




Hasta ayer, el señor Grau Sivá se levantaba como cada día sin recordar haberse dormido. Y con la perfecta precisión que da la rutina bien asentada, se lavaba y se vestía parte por parte hasta terminar ajustándose el nudo de la corbata por encima del nudo de su garganta. Desayunaba entonces un café gris y unas tostadas en exactamentre 6 sorbos y 15 mordiscos, se ponía los zapatos (los mismos de siempre) y salía de su casa sin mirar atrás.
   Desde el primer momento en que sus pies tocaban la acera recorría los 700 metros que había hasta su destino en 812 pasos justos. Los mismos 812 pasos que llevaba dando todos los días de su vida al menos que él recordara. Tanto era así, que los años de caminar hasta el trabajo habían impreso en el cemento las huellas de sus pies. Unas marcas indelebles que la monotonía y la vejez habían hundido poco a poco conforme el andar del señor Sivá se volvía cada vez más pesado. Por eso, hasta ayer el señor Sivá caminaba varios centímetros por debajo del resto de transeúntes, y cosa curiosa, la gente nunca interrumpía su tránsito. De alguna manera se apartaban de su camino en el último instante dándole el aspecto de un rompehielos cansado y con gabardina gris. De hecho, estoy seguro de que de haberse podido mirar desde arriba, habría dado la impresión de que las marcas no sólo estaban impresas en la calle, sino en el mismo fluir de la gente.
  Hasta ayer las personas jamás miraron al Sr. Sivá, seguramente porque sabían que no era nadie. Él por su parte sabía que no le miraban porque en realidad ninguno de ellos existía.
  Su trabajo y final de trayecto se hallaba en un vetusto edificio de fachadas oscurecidas por el hollín de los coches. De función poco clara, podría haber sido un viejo hotel, un banco o un edificio gubernamental grande y oscuro, de esos con corrientes que parecen suspirar entre los pasillos. Pero si en algún momento lo había sabido, hacía años que lo había olvidado y de todas formas tampoco es que importase. Porque al llegar allí se sentaba en su pequeña portería y sin que pudiese decir cómo, 8 horas desaparecían del mundo. Esto no le preocupó nunca, porque hasta ayer había sido siempre así. 
 Hasta ayer el cielo era siempre gris, porque era gris en su cabeza.
 Pero esta mañana algo extraño le sucede. No está seguro, pero sospecha que el nudo de su corbata oprime demasiado el de su garganta. Quizás se ha vestido con demasiada rapidez pero eso es algo impensable porque, que él sepa, nunca le ha pasado cosa semejante. Y ahí no acaba todo. Esta mañana es incapaz de pisar en el mismo sitio y va tropezándose con los peatones que le miran extrañados. La opresión en su cuello va creciendo a cada paso hasta hacerse insoportable. Se afloja la corbata pero la presión no cede. Agobiado el Sr. Sivá se para en seco, cierra los ojos e inspira una larga bocanada de aire que parece aliviarle un poco. Animado lo intenta una segunda vez con todas sus fuerzas. Y una tercera. Cierra los puños y respira como si quisiese que el aire llegase directo a cada una de las partes de su cuerpo. Con cada inspiración nota que algo dentro de él se rompe con un crujido seco y liberador como de madera astillándose. A su alrededor una brisa empieza a soplar desde ninguna parte llevándose papeles de periódico y bolsas y finalmente una ventana que se despega de su edificio, con las contraventanas aleteando como una mariposa enloquecida. La brisa sopla rugiendo coreada por el sonido del anciano al respirar. Buzones, farolas, puertas. Hasta los propios transeúntes se ven arrastrados por el viento que los une y separa a capricho, ahora sentándolos en un banco, ahora llevándoselos por los aires hasta un balcón. Y en medio de todo el señor Grau Sivá con el pecho hinchado a más no poder y los pies flotando a varios centímetros del suelo, sonríe mientras el viento va deshaciéndolo como a una nube.Yo por mi parte, sospecho que cuando todo amaine las autoridades sólo encontrarán en medio del caos un bonito cielo despejado y unos zapatos. Eso sí, los mismos de siempre.


Fuentes de las fotografías:
  - Alamut.com confootstepsconcrete 
- Newgrounds.com

domingo, 9 de mayo de 2010

Los buenos detectives nunca dejaron de perder




   Desde un tiempo a esta parte, el universo literario se ha visto copado por una avalancha de literatura "noir" proveniente de los países más norteños del continente. El fallecido Stieg Larsson abrió la puerta con su trilogía de "Millenium" y el mercado se dejó conquistar por un nuevo concepto de detective, actual y moderno, tan ducho con las tecnologías como lo habían sido hasta entonces con la lupa y la libreta de bolsillo. Esta llegada ha forzado la desaparición paulatina de aquellos hombres torturados y cetrinos, envueltos en gabardinas y humo de tabaco. Es triste pensar que acabarán cubiertos de polvo y tiempo, pero si alguna vez llegaron a conocerles sabrán que los buenos detectives nunca dejaron de perder.
 Las palabras que escribo a continuación son mi particular epílogo a estos sabuesos, y en especial al más duro y humano de todos ellos. Antonio Carpintero, "alias" Toni Romano.

  Recuerdo la última vez que le ví.  Estaba allí acodado en la barra del bar Oriente, mientras el camarero chino retiraba un carajillo de debajo de su bigote. Los años no le habían tratado bien, pero a mí tampoco y de todas maneras ya eran las cuatro de la mañana y los gatos de este barrio siempre son pardos. 
 - Toni
  Giró la cabeza por encima de su hombro, los puños cerrados y los codos pegados al cuerpo. Porque ante todo era boxeador, de los que siempre esperan el golpe. Sonreí.
 - Toni, macho, ya no nos queda ni el "Oriente". Joder lo que cambian las cosas.
 Ahora sonreía él, con su cara de mongol triste. Me apartó un taburete y le hizo una seña al camarero.
 -  Ginebra caliente con limón. Y...
 - Otra de lo mismo, que hace rasca. Me arrebujé en el abrigo. - ¿Y cómo van tus casos?
 - Fríos. Como tus historias, parece.
 - ¿Y eso?
 Porque estás en plena madrugada bebiendo ginebra con sabor a aguarrás y haciéndole compañía a un servidor y a un chino. - Señaló al camarero con el pulgar - Y hay al menos tres cosas en esa descripción que no casan con la imagen del éxito.
   Me reí por lo bajo y tomé un sorbo de la ginebra, que sabía efectivamente a aguarrás. Cuando volví a hablar mi voz sonó un poco más ronca.
 - Siempre has tenido un pico de oro, Toni. Un pico de oro y una suerte de mierda. Y sin ánimo de ofender a tus habilidades de deducción creo que esa es la razón por la que tú estás aquí, de madrugada, bebiendo aguarrás. 
 Los brazos se le tensaron dentro de la chaqueta y pensé que me había pasado esta vez, pero al momento se relajó y me miró serio.
 - Las cosas cambian, C. y yo ya estoy viejo para ir detrás de niñas pijas que se han escapado con el yonqui de turno. O para llegar a casa caminando desde un polígono industrial en el que me han dado una paliza. - Ahora miraba otra vez su copa. - Y hace años que las últimas piernas de escándalo llevaron a una dama en apuros hasta mi despacho. 
 No sabía que decir, porque estaba claro que llevaba razón. Yo mismo llevaba años buscándome el pan en noticias de segunda sin poder seguir el ritmo a la noche por los callejones. Así que hice lo único que podía hacer y apuré mi vaso al tiempo que él lo hacía.
 - ¿Bajas por Malasaña?
 -
 - Te acompaño un trecho, entonces.
 - Eres un poco feo para ser mi niñera, pero como quieras.
  Durante todo el camino que hicimos juntos nadie dijo una palabra, mientras nuestros pasos resonaban  en unas calles que eran espejo de una evolución que nos había dejado de lado. Donde antes habían bares, ahora había McDonald´s, tiendas de ropa gótica y un par de Sex Shops. Un adelanto, según se mire. 
 Al doblar la esquina donde nos íbamos a separar le dí la mano por última vez.
 - Cuídate Toni
 - Ya. Tú igual, C.
 Se giró, dió un par de pasos y se volvió a medias.
 - ¿Sabes? A veces pienso que ellos ganaron. Que después de todo acabaron ganando.
  Yo sabía quiénes eran ellos. Bastaba con leer el periódico, cualquier periódico y allí estarían, empuñando un cuchillo, una pistola o una declaración de juicio nulo.
 Ahora que lo pienso tendría que haber dicho algo, pero no se me ocurrió y él no quería esperar a oírlo. Se dió la vuelta y se fue, con la gabardina goteando soledad y los hombros encorvados. Porque ante todo era un boxeador, de los que saben que la vida nunca amaga el golpe. 
  La verdad, no sé dónde andará ahora. Pero estoy seguro de que a su manera cansada y cínica estará arreglando algo de este jodido mundo. 
 Porque los buenos detectives nunca dejaron de perder. 
 Pero los mejores nunca dejan de intentarlo.